Un recorrido musical por la vida de El Greco

EDUARDO TORRICO / EL ARTE DE LA FUGA

Coincidiendo con el cuarto centenario de la muerte de Doménikos Theotokópoulos, el Greco, empiezan a aparecer las primeras novedades discográficas conteniendo músicas que pudieron estar, de una u otra forma, relacionadas con la vida de uno de los mayores genios de la pintura de todos los tiempos. Cierto es que en los aproximadamente trescientos cuadros catalogados que hay de El Greco sólo en media docena de ellos constatamos escenas musicales; por ejemplo, en La Anunciación, lienzo en el que el coro de ángeles tañe varios instrumentos: una viola da gamba, un arpa, un laúd, un virginal y una chirimía. Pero no es menos cierto que el aragonés Jusepe Nicolás Martínez, también pintor, dejó constancia del amor que El Greco sentía por la música. En su tratado teórico sobre pintura barroca intitulado Discursos practicables del nobilísimo arte de la pintura (escrito hacia 1675, aunque no publicado hasta 1853) escribe lo siguiente sobre el artista cretense: “Ganó muchos ducados, más los gastaba en demasiada ostentación de su casa, hasta tener músicos asalariados para cuando comía gozar de toda delicia”.

Carles Magraner y Capella de Ministrers proponen en este disco un viaje musical desde Grecia (Candía) hasta España (Madrid y Toledo), pasando por Italia (Venecia y Roma), los tres países en el que residió El Greco, viaje en el que quedan reflejadas las distintas etapas de su formación y de su producción artística. En este recorrido, lo popular y lo culto van de la mano, al igual que lo sacro y lo profano, que lo vocal y lo instrumental, que lo medieval y lo renacentista, que el espíritu de la Contrarreforma y el manierismo… No hay ninguna prueba de que El Greco escuchara muchas o pocas de las piezas que configuran el programa, pero tampoco sería aventurado afirmar que todas o, al menos, algunas de ellas le fueron familiares, habida cuenta de su condición de melómano, aunque no de entendido en esta arte, pues bien claro lo dejó en la contundente nota que escribió en los márgenes de un ejemplar de I dieci libri dell’architettura, de Vitruvio, que se hallaba en su biblioteca: “Yo de música no sé”.

El imaginario recorrido musical de El Greco se inicia con una canción y una danza griegas, con un canto bizantino y con La mujer caída, obra debida a la primera compositora de la que se tiene noticia, Kassia. Prosigue luego por tierras italianas: Cesare Negri, Fabrizio Caroso, Orlando di Lasso y dos compositores españoles que sirven de puente entre la península itálica y la ibérica, Tomas Luis de Victoria y Diego Ortiz, pues ambos ejercieron durante años en Roma. La conexión virtual entre Ortiz y El Greco es tanto mayor si consideramos que Ortiz nació en Toledo, ciudad en la que el pintor pasó casi la mitad de su vida: 37 años. Precisamente en Toledo concluye el periplo sugerido por Magraner, de forma tal vez impensable: La muerte de Absalón, canción instrumental sefardí de autoría anónima, pues no hay que dejar pasar por alto el dato de que la casa de El Greco, aquella que, según narra Jusepe Martínez, acogía a músicos asalariados para hacer más placentera la existencia del pintor, estaba enclavada en la judería de la ciudad imperial.

Este popurrí musical resulta realmente fascinante, pues es tal la profusión de estilos que no hay dos piezas que resulten siquiera parecidas entre sí. El acierto en la elección de las obras es pleno, lo que unido al buen hacer de Capella de Ministrers, perfectamente constatable en este recopilatorio, proporciona 70 deleitosos minutos a la mayor gloria de El Greco, cuya vida y obra se pueden resumir en la frase del pintor y tratadista Antonio Palomino: “Lo que hizo bien, ninguno lo hizo mejor; lo que hizo mal, ninguno lo hizo peor”.