El universo musical de un pintor humanista: El Greco

 Alfonso de Vicente © Licanus 2014

El viaje musical de El Greco por Capella de Ministrers

“Ganó muchos ducados, mas los gastaba en demasiada ostentación de su casa, hasta tener músicos asalariados para cuando comía gozar de toda delicia”. Esta cita referida al Greco (1540-1614) del tratado de la pintura del pintor Jusepe Martínez (1601-82) ha sido repetida por quienes se han ocupado de las relaciones entre el artista cretense y la música. Parece ser la única prueba documental que pone en relación al genial pintor con la música instrumental; pero pintores y novelistas de historia minuciosos y sensibles como Ulpiano Checa (Le Fou Greco) o Manuel Mujica Lainez (El laberinto) traspasaron, con hábitos más modernos, el delicioso concierto desde el comedor al estudio de las casas del Marqués de Villena donde El Greco trabajaba. Desde luego, aunque Jusepe Martínez parece a veces un biógrafo un tanto exagerado, la referencia cuadra bien con el carácter arrogante, orgulloso y tal vez dilapidador de fortunas de Doménico Theotokópuli, verdadero nombre del llamado Greco, y ello a pesar de que no conozcamos facturas o contratos del pintor con músicos, ni en los inventarios post mortem figuren libros o instrumentos musicales.

Aun siendo tan poco lo que sabemos de la relación vital del Greco con el arte sonoro, se han hecho algunas aproximaciones hacia la temática musical de su pintura (especialmente por parte de Antonio Gallego, a quien remitimos para una descripción de las pinturas y sus instrumentos). Sin embargo, más que el interés biográfico –visto ya que es imposible- o el valor organológico de los lienzos, aquí vamos a fijarnos en cuáles pudieron ser las ideas musicales (sobre el canto, los instrumentos, el silencio, la teoría) que El Greco hubo de tener y que podemos entrever, aunque sea en las movedizas arenas de las hipótesis, tanto en sus realizaciones prácticas como en sus escuetos escritos. En definitiva, nos hemos de limitar a exponer o intuir el lugar que la música ocupó en el pensamiento de un pintor humanista.

El silencio

Empecemos por el silencio, por la no música, por la ausencia de temática musical. Porque, como en tantos otros casos, quizás El Greco sea más elocuente cuando calla que cuando dice, y más expresivo por lo que omite que por lo que representa. Poco más de media docena de cuadros de entre los centenares que salieron de sus pinceles, contienen algunos instrumentos. Precisamente uno de los rasgos que los estudiosos han advertido en nuestro pintor es el desprecio por lo anecdótico, elemento que todavía se encuentra en sus obras romanas pero que desaparece por completo a partir de su llegada e instalación en Toledo en 1577. Por ello no hay tampoco naturalezas muertas ni menos aún vanitas en sus escenas. El pensamiento, la fantasía y los sentimientos del hombre son los protagonistas de sus cuadros, conforme a las teorías manieristas. Tal vez por ello nunca sus personajes, santos o caballeros, se muestran acompañados de instrumentos o de partituras musicales, ni los requieren para sus actuaciones. Bien significativas son sus imágenes de San Jerónimo cardenal. Varias versiones realizó El Greco de este retrato-imagen, en el que sólo el libro abierto y la muceta carmesí permiten suponer que se trata del santo padre de la iglesia y no de un coetáneo del pintor. El Greco ha omitido uno de los atributos más usuales que acompañan estas representaciones, a saber, la trompeta curva soplada por un ángel que convoca al Juicio Final, según una carta apócrifa atribuida al santo (“vele o duerma, siempre creo oír la trompeta del Juicio”). Precisamente una copia del cuadro del Greco sí la incluye, quizás obligado el copista a situar un elemento identificativo que el genial artista había suprimido en su afán de concentrar la atención sobre el protagonista.

Pero es tal vez la obra magna del Greco, la más significativa en esta estética de la música ausente, mejor aún que callada: El entierro del Conde de Orgaz de la iglesia de Santo Tomé de Toledo, pintado en los años 1586 a 1588. Entre el más de medio centenar de figuras que allí aparecen, sólo un pequeño y fantasioso instrumento musical acompaña, como emblema iconográfico, la figura del rey David en la parte baja y lateral de la gloria. Bien poco para cuadro tan grande y tan poblado y, sobre todo, que representa en primer plano la ceremonia litúrgica de una exequias. Pero el cuadro narra no sólo un sepelio sino una visión milagrosa, un fenómeno místico, que llevó al gran estudioso Cossío a ir del asunto al contenido y, en un salto ilegítimo, del contenido al estilo: “no es místico el asunto, ciertamente, sólo por ser religioso […] sino que es mística su interpretación, en el sentido real y directo de la mística, porque todo se halla tratado en el cuadro, no obstante su transparente realismo, misteriosa, estática y devotamente”. Las derivaciones de estas opiniones han sido nefastas para entender a un pintor como El Greco, igual que ha sucedido con su estrictamente contemporáneo Tomás Luis de Victoria (circa 1548-1611), con el que algún que otro paralelismo se podría hacer. Mas, con todo, quizás sea preciso volver al tema del misticismo para autorizar este silencio musical. Porque Jonathan Brown, en su afán de desmitificar al Greco y quitarle el sambenito misticoide así como los injustificados paralelismos con Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz, ha llegado a poner la escena en un contexto real, como hace el pintor, y siguiendo la literalidad de la liturgia hacerles cantar la antífona In Paradisum, justo para el momento del descenso del cadáver. Ciertamente es ese momento del rito funerario el que se representa de acuerdo con la leyenda del señor de Orgaz, pero los personajes del Greco no cantan ni rezan con sus labios, sino que, como veía Cossío, allí había un silencio extático y devoto, “honda intensidad contemplativa, que llega a dar a algunas de sus figuras aire de enajenados”. Y es que el misticismo castellano no era un misticismo sonoro sino recogido hasta lo insensible, como decía la propia Santa Teresa en sus “séptimas moradas”: “pasa con tanta quietud y tan sin ruido todo lo que el Señor aprovecha aquí al alma y la enseña, que me parece es como en la edificación del templo de Salomón, adonde no se había de oír ningún ruido; así en este templo de Dios, en esta morada suya, sólo Él y el alma se gozan con grandísimo silencio”. Helmut Hatzfeld ha ido más allá y, a la luz de la escritora mística, ha distinguido entre los personajes, los caballeros visionarios o alumbrados, olvidados “de lo de acá”, y los instrospectivos o recogidos pasivos que han muerto “casi del todo a todas las cosas del mundo”. El Greco no fue un místico (en todo caso lo habrían sido sus clientes); simplemente pintó un hecho nada musical. Si algunos historiadores han propuesto un método que desarrolle las concordancias y discordancias entre el lenguaje de los escritores místicos y el del pintor ante la descripción de fenómenos semejantes, el silencio (semántico y formal) podría constituir un primer campo de interacción. Pero no saquemos más consecuencias sobre influjos o lecturas no documentadas.

La materia

Como contraste con este silencio terrenal, el pintor coloca sus instrumentos musicales en manos de ángeles y personajes celestes que revolotean en la gloria. Si esto ocurre con la imagen de David en El entierro, es más evidente en otros cuadros como el San Mauricio y la legión tebana del monasterio del Escorial (1580-84): ni un instrumento bélico acompaña al numeroso ejército romano que llena la parte baja; en cambio, cuatro ángeles de la parte alta de la pintura aparecen cantando o teniendo en sus manos una vihuela de arco, un laúd y una flauta. El mismo contraste y la misma colocación de los instrumentos aparece en los otros ocho cuadros musicales del Greco: Adoración de los pastores del tríptico de la Galleria Estense de Módena (ca. 1569: cinco cantores); Inmaculada o Aparición de la Virgen a San Juan, del Museo de Santa Cruz de Toledo (1580-85: arpa, laúd, cantor); Coronación de la Virgen del Museo del Prado (1590-95: vihuela de arco); Coronación de la Virgen, del Museo de Santa Cruz de Toledo (1591-92: vihuela de arco); Anunciación, del Museo del Prado (1596-1600: flauta, espineta, laúd, arpa, vihuela de arco, cantor); Inmaculada Concepción o Asunción, del Museo de Santa Cruz de Toledo (1607-13: laúd, flauta, vihuela de arco); Inmaculada Concepción, del Museo Thyssen-Bornemisza (1608-14: cantor, flauta); Concierto de ángeles, procedente de una Anunciación, del Museo Nacional de Atenas (1608-22: arpa, espineta, vihuela de arco, ¿corneta?, ¿laúd?, cantor). Sólo una esbozada trompeta heráldica se halla entre la cabalgata del fondo del Cristo crucificado (1587-96) de la Colección Zuloaga, recientemente subastado en Sothebys.

Si sorprendente es esta ausencia de material musical en el mundo terreno y su presencia entre nubes y alas de ángeles que levitan, más aún lo es en contraste del estilo ligero y pictórico de las glorias del Greco “como algo sensible en lo suprasensible” al decir de Rilke, frente a los detalles de observación realista con que representa los instrumentos: así, los trastes del mástil de la vihuela de arco, la manera de coger los arcos con la palma hacia arriba o la posición ladeada con que toca la vihuela de arco el ángel del San Mauricio, en lugar de colocarlo vertical entre las piernas, que coincide con la situación de una pieza inclinada 18º respecto al eje que serviría para sujetar la pica, en un instrumento de idénticas características conservado en el convento de La Encarnación de Ávila. Sendos ángeles tañedores de vihuela de arco en posición semejante aunque mucho más difuminados y no citados por quienes se han ocupado de catalogar los instrumentos pintados por El Greco, aparecen en las dos representaciones de La Coronación de la Virgen del Museo del Prado y del Museo de Santa Cruz de Toledo, así como en otros muchos cuadros de la época.
La contraposición entre la materialidad sonora del mundo sobrenatural y el silencio extático del mundo terrenal, quizás tenga que ver con el pensamiento musical del pintor o simplemente con el gusto por las antítesis y el contrapposto del manierismo, pero carecemos de datos para poder afirmarlo. Unamuno decía que sus cuadros “parecen visiones, ensueños del natural, más que copias o trasuntos de él”. J. Brown añade que al “incluir unas indicaciones realistas entre los elementos más abstractos de sus cuadros, El Greco podía subrayar la distancia que separaba su arte de la naturaleza”. Si se observa un cuadro como la Asunción o Inmaculada de la capilla Oballe (Museo de Santa Cruz de Toledo), llama la atención que casi el único elemento con peso, con realidad física dentro de esa llameante fantasmagoría descorporeizada y ascendente, sea la enorme viola sostenida por un ángel en el ángulo superior derecho; no en vano ante este cuadro Hatzfeld, despreciando los ángeles tañedores, recordó el texto de Santa Teresa: “es vuelo suave, es vuelo deleitoso, vuelo sin ruido”. De todas formas, los conciertos angélicos constituían, en definitiva, uno de los motivos más tradicionales de la pintura religiosa desde la alta edad media, y en absoluto un rasgo característico del pintor cretense.

El pintor erudito

«Yo de música no sé», declara categórico Doménico Theotokópuli en una de las notas manuscritas que escribió en los márgenes de un ejemplar de su biblioteca: I dieci libri dell’architettura, de Vitruvio en traducción al italiano. Es ahí donde nuestro pintor erudito, humanista, “cultivado”, como se decía en el renacimiento italiano –hasta el punto de ser llamado “gran filósofo” por el también pintor y tratadista Francisco Pacheco, suegro de Velázquez– va a dejarnos, si bien sea de pasada, algunos datos valiosos sobre su concepto del arte de los sonidos y el lugar que ocupaba en su personal estética. Una estética antivitruviana y antipitagórica que rechazará uno de los tópicos que pervivía desde la antigua Grecia: la base común de proporciones aritméticas para todas las artes. Frente a ello, parece tomar partido a favor de otra corriente también de origen griego: la de Aristoxeno de Tarento, que se opuso a la matemática como base de la música. El Greco escribe, así, una página, bien que breve, de las relaciones entre las artes, asunto que tantos capítulos conoció durante el renacimiento y el barroco, desde Alberti a Poussin, bajo el tópico horaciano “ut pictura poesis” o el leonardesco “paragone”. No es en relación con la práctica, sino con la teoría musical, donde encontramos lo más sugerente del Greco “músico”. Con ello nos dejó un pensamiento escrito que por lo que tiene de negativo es precisamente más significativo y moderno, resumido en dos ideas: la independencia entre las artes y la validez del juicio del oído, al estar la música dirigida a los sentidos.

(Este texto es una versión actualizada de una artículo más extenso publicado en AEDOM: Boletín de la Asociación Española de Documentación Musical, 2001, 8/2, pp. 56-70)